Aunque yo vivía en el kilómetro 111 de
la carretera central, a dos kilómetros del pueblo de Consolación, bien rodeado de
todos los animales doméstico y de campo, en un ambiente muy campestre; aquel territorio
estaba declarado, en lo referente a ubicación de los estudiantes de secundaria,
como "zona urbana” y me correspondía entonces cursar dichos estudios en una
ESBU, Escuela Secundaria Básica Urbana, cuyos alumnos estaban semi internos y
dormían todos los días en sus respectivos hogares, se conocía también como “secundaria de la calle”.
Aquella ubicación no me favorecía, pues
me iban a separar, a distanciar de Zaida, el amor de mi vida, solo porque su
domicilio estaba en el kilómetro 112 de la mencionada carretera, la diferencia
era "abismal", al menos para el Ministerio de Educación, como si fuera puro monte adentro donde ella vivía; Zaida
Cecilia Naranjo era mi novia desde segundo grado y como es lógico, ese asunto
me tenía muy mal, deprimido y triste, porque sería muy difícil encontrarnos y
continuar con aquella relación; y ella..., como si nada, tan tranquila y sonriente; su
calma, se debía seguramente, a que todavía no sabía que era
mi novia.
De las Escuelas Secundarias en el Campo
(ESBEC) no se hablaba nada bien, la semana entera interno en esa escuela, con
sistema de clases en la mañana y trabajo en el campo en la sesión de la tarde o
a la inversa, la comida no era la mejor, colectividades de baño y dormitorios y
todos los males posibles que eso puede acarrear, un régimen bastante estricto, apagones
incluidos, en fin, un cambio importante en mi vida.
Mi hermana trabajaba en el sector de
educación y le pedí, le rogué, que hiciera todo lo posible para que yo no fuera a la tal
secundaria de la calle, yo no podía perder a Zaida, algunos me decían que
estaba loco y era verdad, estaba loco de amor y por ella estaba dispuesto a
meterme en un campo de concentración nazi o para ser más criollo, de aquellos
que implantó en Cuba, Valeriano Weyler y Nicolau.
De todas maneras tuve que pasar unos 15
días en la secundaria urbana y luego llegar como “nuevo” a donde todos ya se
conocían, la “ESBEC provisional No.53” en el poblado de “Julián Alemán”,
kilómetro 7½ carretera de Alonso de Rojas, en los 22,4526 de latitud Norte y en
los 83,5062 de longitud Oeste (Gracias Google Maps).
La escuela había sido inaugurada precisamente
con ese inicio de curso 1976 – 1977 y lo de “provisional” no tengo ni la menor
idea por qué, me imagino que fuera por ser una construcción de bajo costo, hoy
todavía existe esa tal escuela “provisional”
pero no hay de qué extrañarse hablando de cosas “provisionales” en mi país.
La matrícula era de quinientos alumnos,
todos en el mismo nivel, divididos en doce grupos de estudio, organizados alfabéticamente
por apellidos; si hubieran tomado mi “D” de “Del Valle”, hubiera estado en el
mismo grupo con Z. Cecilia, pero no, me agarraron por la “V” y allá estaba con
todas aquellas letras desconocidas de lo peorcito que se ve en el alfabeto,
todos aquellos “Valdeses”, “Valladares”, “Villa”, “Velázquez” y otras letras vecinas,
en fin, grupo 12.
El cambio fue brusco, bien brusco, solo
de asuntos de dormitorios se puede hacer unas cuantas historias, acostumbrarse
a hacer la camas, gimnasia en la mañana, robo de propiedades, falta de agua a
la hora del baño, limpieza de albergues y baños, luego el campo; tres años en
las faenas del cultivo del tabaco, yo que ni de lejos había tocado aquellas
pegajosas hojas; habían chicos que sus padres eran tabaqueros y eran los reyes
del campo, yo me sentía cada día como condenado a realizar trabajos forzados;
largas caminatas hasta las zonas de los sembrados donde hacíamos todo lo
referente a este cultivo, o lo intentábamos; aquellas grandes hojas empapadas
del rocío no era fácil “meterle el pecho”, sobre todo en los meses de temperaturas
bajas, cuando salías por el otro extremo del surco estabas bien mojado y
tiritando.
Ernesto Huber Matos, no el comandante relacionado
a la revolución cubana, primero a favor y luego en contra; hablo de un
condiscípulo y amigo cuyo padre no era simpatizante del proceso revolucionario y
le había encasquetado aquel nombre al muchacho; él siempre le decía a mi vieja
cuando me visitaba, “señora, usted tiene ahí un campesino nato, muy valioso, se
escabulle entre las matas de tabaco y sale seco al otro lado”. Este entrañable
amigo se hizo ginecólogo y desgraciadamente ya no está entre nosotros, murió en
octubre de 2014 de cáncer de pulmón y hasta donde sé nunca fue fumador ni nada
por el estilo.
Pues hablando de los “Valdeses” de mi
grupo, me sentaron junto a Gloria Valdés que era además la jefe de grupo,
delegada del aula, primera ministra, y no recuerdo cuantos cargos más y tengo yo
la osadía, el arrebato de elemental comunicación social de dirigirme a ella.
- - Mire profesor este chiquito me está
molestando, que si mi nombre, que si quiere saber dónde vivo.
Fue en horario nocturno el asunto,
estábamos en estudio individual y por suerte el profesos de guardia al que le
presentaron la denuncia era joven y un poco Don Juanesco, pero yo andaba muerto
de miedo, acabado de llegar y ya estaba metido en un problema muy grave,
acusado de acoso sexual con alevosía, premeditación y ensañamiento y con una alumna
de la alta gubernatura.
¡Qué alivio!, aquel profesor me trató
jovialmente, bromeando de mis malos métodos de conquista y yo quería hasta
llorar del susto, ese día aprendí un par de cosas sobre las chicas y las
mujeres; enseñanza que he tratado de trasmitir a mis hijos varones. “si quieres
ganar en una pelea personal con una chica, date la vuelta y corre todo lo que puedas antes de que sea
demasiado tarde y te destroce”.
Mi mejor recuerdo del grupo 12 fue que
la puerta del aula quedaba justo frente a las ventanas del dormitorio de Zaida,
casi en línea con su litera y un día que estaba en la pizarra
respondiendo un ejercicio, gritó mi nombre, miré y aunque se ocultó muy rápido
logré verla y por poco ese día no almuerzo de felicidad.
Mi estancia en aquel grupo solo fue de un
curso, hubo otro reordenamiento teniendo en cuenta zonas y localidades de
residencia y aquello fue la gloria misma, estaba de nuevo en el aula con la
niña de mis ojos y con todos mis viejos amigos y compañeros de la escuela
primaria, ahora en el grupo 9.
Las cosas que uno hace por amor y por
llamar la atención de las chicas; en el campo como les decía, hacíamos
diferentes trabajos y en las labores del tabaco rubio, ese que cuya hoja no debe
ponerse en el piso y por ello hay una ocupación de “parlero” alguien que anda con
una yunta de bueyes arrastrando un “parle”, una caja de madera rectangular sin
ruedas, donde se colocan las hojas mientras se van recolectando.
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Esto no es un parle, el parle no usa ruedas, es solo un cajón
rectangular de madera arrastrado por los animales.
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Yo era ajeno a todo aquello y para la
mayoría de los varones cuando le tocaba hacer de parlero con los bueyes era pan
comido, algo que estaban acostumbrados a hacer y por supuesto mejor trabajo que
andar dentro del surco doblando “el lomo”, para mí era un suplicio porque de
animales de tiro no sabía nada, un solo ejemplo, mientras los demás maltrataban
lo usual (pienso) a las bestias, a mí me costaba tremendamente lograr guiar
aquellos mansos y buenos animales y casi les rogaba que caminaran, objeto de continuas
burlas; en realidad lo que más me molestaba no era eso, el asunto es, como les decía, que era la mejor tarea, muy
codiciada, un trabajo fácil, donde no tenías que hacer prácticamente nada, solo
pasear montado en tu “bote” y para mí era todo un lío.
El gran y verdadero reto para un chico
como yo, fue cumplir con el ritual de parlero, al terminar el trabajo mientras
los demás regresaban a pie, el parlero lo hacía sentado en la cabeza de un
buey, primero porque el parle quedaba en el campo y segundo porque era toda una
cómoda hazaña, ¡Dios Santo!, y Zaida estaba por allí mirando, suerte mi amigo y
entrenador personal Gustavo; pues no quedaba de otra y allá iba quien les
cuenta con una mueca en el rostro que casi se podía confundir con una sonrisa,
sentado “felizmente” entre los tarros de un buey que ahora con el rumbo sabido
a casa, comida y descanso no caminaba, corría ligero como un perro de una
tonelada o más de peso; toda una nimiedad si mi chica me miraba y se sonreía, seguro me hubiera
montado también en un dragón o cualquier bicho de la mitología griega que son
los más terroríficos.
Zaida, mi princesa de pantorrillas
gordas, su blanca piel con aquel rosado que salpicaba por todas partes, sus
ojos, su pelo de oro, aquellos pechos como capullos, Zaida, Zaida y su primo Orlando atravesado, porque cada vez que tenía un impulso de valor y me atrevía a
hablarle, esa era la excusa de siempre y su argumento, “que si Orlandito se lo
decía a su mamá o a su abuela” y ella nerviosa subiéndose las medias escolares
que se le caían y yo igual, temblando como una hoja; “y ahora me sale con lo de
Orlandito”, total si Orlandito hablaba tan ronco que tal vez la abuela no
entendería el cuento; me aliviaba un poco saber y hacía creíble su respuesta, que
nunca hubo novios, al menos en secundaria.
Como le sucede a cualquiera, me enamoré
muchas veces, pero aquello que sentía por Zaida realmente no era amor, era un virus, una enfermedad
que me consumía, que no me dejaba concentración para nada, me volví poeta, me
volvía astronauta, participaba mucho en clases, todo para llamar su atención,
fingía ser un amante del deporte, era más atlético que Tarzán, si me enteraba
que el próximo fin de semana a ella le habían suspendido el pase por alguna
indisciplina (raro), pues en 24 horas era más indisciplinado que el jefe de un
grupo terrorista.
Marilú era otra cosa, Marilú era mi
desahogo, con sus ojos grandes y verdes, sus tetas firmes y bien formadas.
Había un solo televisor en mi escuela, estaba en una caseta al aire libre a una
altura supuestamente donde todos lo verían, tampoco quedaba mucho tiempo para
verlo, solo en el horario de las 7:30 PM mientras un grupo grande estaba en el
comedor, era cuando ponían las aventuras y aquello era un molote tremendo y un
empuja, empuja descomunal, nunca me interesaron aquellas tales aventuras ni
tengo idea de cuales eran, pero Marilú me invitaba a “ver las aventuras” y nos
parábamos dos, en el espacio de uno; no tengo idea cuantos fusibles se fueron
de todos mis circuitos, eran los primeros senos que tocaba de mujer, o el
cuerpo de una chica unido al mío, bendito espacio televisivo de “aventuras”.
El problema con Marilú era que no
siempre me elegía a mí, si yo no estaba a la hora listo, bañado y comido me la
perdía, quiero decir, me perdía un buen lugar para el programa; mi peor
contrincante aquí era Gustavo, amigos en todo, menos en el asunto de estas
aventuras y la revalidad era a muerte, quien llegara en tiempo tenía su
capítulo al día.
El dilema terminó de la mejor manera gracias
a la ayuda de Claribel que a mí me lucía como aquella actriz principal de “Cera
Virgen” cuyo nombre no conocía en aquel entonces (Carmen Sevilla), pero yo se lo decía a ella y
me lo agradecía con creces.
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Foto reciente de Gustavo en su casa. |
Gustavo, mi buen amigo Gustavito,
jodedor y ladrón de caballos, si porque nos escapábamos a bañarnos en lagunas,
escapábamos a un guayabal colindante de la escuela al que no se podía ir y en
esos andares no podía faltar la monta de caballos que Gustavo se ataba al
tobillo para que el animal lo siguiera a distancia cuando tenía que pasar
frente a zonas habitadas; nos escapábamos a las casas vecinas a ver en la TV,
películas como “EL Estrangulador Fantasma” interpretada por el genial Boris
Karlov, también actor de uno de los primeros monstruos de Frankenstein (1931).
Por lo de cuatrero y las pelis de horror, tal vez fue que Gustavito terminó de
policía, hoy retirado.
Una vez introdujimos una botella de
“Guayabita del Pinar” en la escuela, éramos cinco o seis, la bebimos e
increíblemente solo le cayó mal a uno, que por supuesto fue suficiente para dar
la alarma y estar sentados todos en la dirección con el respetado y temido director
Miguel Mayor Arbeláez.
Y aquella noble tierra no se abría para
tragarme por más que lo rogaba, continuaba impávida como si nada; ahora sí que
éramos famosos, estábamos en el estrellato, no se hablaba de otra cosa y uno
quiere que el tiempo pase volando cuando está en problemas como esos, pero los
relojes se extreman y no se mueven.
El director determinó muy sabiamente que
nuestros padres vinieran, entonces manejé el asunto de tal manera que solo
viniera mi mamá y sin tener muy claro lo que pasaba; hoy no estoy del todo
seguro de lo que hablaron, se que surgió la idea de expulsión, pero en el grupo
habían alumnos muy valiosos, como yo, (jejeje), al final nos dieron una
oportunidad que aprovechamos al máximo porque en medio del problema juramos que
si salíamos de aquella, lo celebraríamos igual, pero sin la participación del
borrachín de Chirolde, el único culpable de todo aquello, definitivamente estábamos
bien locos y la promesa se cumplió.
En aquella época nos quejábamos de la
comida y al mirar atrás como muchas veces pasa, hace buena cualquier época, no
obstante y objetivamente considero que vivimos en la mayor abundancia que han
tenido los becarios en este país; independientemente que uno es acompañado toda
su vida de carencias, reales, virtuales, materiales o no, pero como se sabe, para
un adolescente ninguna comida es suficiente a pesar de que existían opciones
que hoy no están, bueno ni siquiera las escuelas al campo están.
En cualquier bodega rural, en lo más
intrincado del campo habían unas latas de leche en polvo importadas de la URSS
a solo 40 centavos, había latas de galletas, de las grandes a precio de 1.60 y
mantequilla, a veces llegábamos del campo y antes de bañarnos nos habíamos
despachado entre dos o tres una de aquella latas de galletas con mantequilla.
En la escuela se “escapaba” bien, la
leche era liberada, toda la que quisieras, a veces celebrábamos el término de
un buen examen con un litro de leche que era más saludable y menos problemático
que el asunto de la Guayabita, la escuela era visitada por carros de helados
muy frecuente y se formaba el festival del helado, pero por si fuera poco los
padres venían entre semanas con una mochila de provisiones como para un mes y
aun así, Enrique, de San Diego de los Baños, con un cuje de secar tabaco, una
vara de varios metros que introducía por las ventanas de la despensa, pescaba
largos rollos de chorizo; aunque no lo sabíamos, no nos faltaba nada.
Estos dos asuntos a continuación
alargaran un poco la historia pero no puedo dejar de mencionar, en primer lugar
la buena colección de libros de la biblioteca escolar, no sé cómo fueron a
parar allá, me imagino que era una época de abundancia de buena literatura y
cualquier escuelita por sencilla que fuera los tenía. El otro tema, al que
quiero referirme, es nada menos sobre el calzado del uniforme escolar durante
tres cursos, los famosos kikos plásticos, nunca entenderé el asunto
termodinámico que ocurría con aquellos “zapatos”, el proceso de intercambio de
calor del nuestros pies con el medio a pesar que toda su superficie estaba llena de agujeros y perforaciones, aquella
rejillas por magnetismo o lo que fuera, mantenía el pie con una hermeticidad
tal que se te llenaba de sudor con su posterior fetidez, había que estar
lavando medias constantemente y sin embargo, asombrosamente eran zapatos muy permeables al agua exterior.
La secundaria de la calle, la urbana
tenía que pasar cada curso 45 días en el campo y cerca de la escuela quedaba el
campamento, a solo doscientos metros y ahí fue donde conocí una noche de fuga, a
la Nana, le hice saber bien pronto que éramos novios y ella encantada;
delgadita, delgadita, una niñita entre niños y mi primera crueldad en
relaciones, porque ella estaba de lo más embullada, pero entre los miedos que
me metieron con el padre que si era acá o allá, que si vivía en el temido barrio
de la guayaba en Consolación y yo con mi mente y corazón en las nubes, detrás
de Zaida como un guanajo; cuando terminaron aquellos 45 días no la vi hasta
muchos años después para dejarme descubrir la hermosísima mujer en la que se
había convertido, que con marcado despecho en ese momento me había vuelto la
cara, ¡mira lo que me perdí! ¿no?
El asunto con Zaida había sido tan
doloroso y prolongado que considero una suerte que mis notas fueran mucho
mejores que las de ella y eso nos separó, definitivamente para toda la vida,
fuimos a escuelas preuniversitarias diferentes, los de mejores notas al pre más cercano,
“Luis Bocourt”, una instalación que vi construir, pues no quedaba distante y los
de notas menos destacadas, para Las Ovas, en Pinar del Río.
A la nueva escuela me fui todavía
padeciendo el síndrome “ZAIDA”, allá estaban esperando nuevos amigos, nuevas
aventuras, nuevos retos y problemas, y
el mismo viejo y conocido director que me recibió con una sonrisa - amenaza y
el apodo que les decía a todos sus alumnos “Dime guajiro, “¿vienes sin
guayabita verdad?”.
Pasaron como mil años, Zaida hizo su vida y yo la mía, se hizo
enfermera, vive en Consolación, tiene una hija de más de veinte;
de cuando en cuando me la encuentro por esos caminos y por un momento me parece escuchar el viento zumbando entre las agujas de los pinos de la escuela al campo mientras perseguía su mirada y soñaba con ella.
A pesar de sus años, unas libritas de
más quizás, es hermosa todavía y aunque no es ya la chica que yo amé, porque cambiamos de muchas maneras en la vida, verla, siempre
me trae aquel hermoso recuerdo, porque amar es siempre divino y curiosamente tampoco logro olvidar el día de su cumpleaños y que
conste, FaceBook ni nadie me lo recuerda.
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Foto actual de la ESBEC 53 obtenida con Google Maps, en la época de la que se habla no existían tantos asentamientos poblacional, sobre todo en las cercanías a la escuela. |
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En esta hermosa imagen se puede inferir posiblemente el buen gusto de Zaida. |