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Marca para las reses de Ramón |
Me dicen que había
nacido por Matanzas, tal vez en Agramonte, por aquel triste año de la caída del Titán; no le temía al trabajo
y sabía leer y escribir, atributos raros para gente humilde en los albores del siglo XX cubano.
Trabajaba de
administrador en una finca dedicada al cultivo de la caña de azúcar y vivía con
la holgura necesaria para atreverse a pedir
en matrimonio a Juana González la que fuera por muchos años su esposa y la
madre de sus nueve hijos.
En 1923 el dueño de la
finca donde trabajaba, decide comprar otras tierras al Norte de la provincia de
Pinar del Río y enviarlo a encargarse de aquella nueva propiedad y para la
finca “San Joaquín”, en las cercanías de Las Posas, Bahía Honda, va la familia con
la mayoría de los hijos ya nacidos.
El hombre del dinero y de las fincas no era un buen
negociante, más bien un dilapidador y derrochador de fortunas que solo dirigía
sus negocios desde las mesas de juego, cargado de deudas y sin preocuparse
mucho de tierras, de campos y mucho menos de empleados.
Al principio todo marcha viento en popa en Pinar, los
resultados del trabajo son buenos pero hay problemas de liquidez para el pago a
los empleados y Ramón comete el noble error de comenzar a pagar algunas cosas
de su propio bolsillo sin avizorar la bancarrota colosal que se le venía
encima, las deudas eran tales que todo se pierde.
Ramón se quedó sin un centavo y muchas bocas que alimentar, la
única opción fue su yunta de bueyes y su carretón, comenzar a cargar caña
durante las zafras ganando veinte centavos diarios y luego, en el tiempo muerto
en lo que apareciera.
Viajaba decenas de
kilómetros en sus carretas con la carga que conseguía, salía de madrugada y llegaba
a los destinos bien entrada la noche y muchas de esas sin probar bocado, casi siempre
solo, otras lo acompañaba alguno de los muchachos; uno de ellos cuenta que un
24 de diciembre, “noche buena” llegaron
a un lugar ya de noche después de todo un día de camino con una carga de pavos
y entonces allí le dijeron que no era
para ese sitio, era para la playa El Morrillo y sin perder un segundo, para
allá enfilaron los animales de tiro; otras tantas leguas más por un camino en
total oscuridad.
Chirridos rítmicos e hipnotizantes de tensas sogas y viejas
correas, de nudos, de madera rozando con madera, con bestias, con hombres;
hombres y bestias cansados y hambrientos, tragados por la noche y las
necesidades. En la costa los
esperaba un yate donde casi desfallecidos llegaron pasadas las once.
Gran suerte que en aquel lugar les dieran de comer; me
pregunto cómo sería el hambre de ese día cuando el compañero de faena de Ramón
tenía apenas diez años de edad y hoy me cuenta con más de nueve décadas y no
olvida el “¡tremendo!” muslo de pavo que le dieron en esa comida.
Del lugar donde vivían
tienen que irse, son echados por los
dueños y se van para “La Josefa”
una finca que pertenecía a Eduardo Montalvo (padre), ex oficial del ejército
con fama de sinvergüenza, ladrón y abusador; allá se instalaron, en una choza
mal encabada que aduras penas se sostenía y con el típico piso de tierra.
Un tiempo después la “vivienda” se hizo aún más chica cuando
un ciclón le llevó la cocina pero a fin de cuentas era la habitación que menos
se usaba porque para una cazuela de boniatos como única comida al día o de
harina de maíz (funche) no era necesario determinar un área específica como
“cocina”.
Viviendo en ese lugar, Juana se puso de parto y a Ramón le
pareció que las cosas no estaban saliendo como de costumbre – “Viejo, esto no
va bien, busca un médico”.
Salió en la madrugada a caballo a buscar ayuda a Bahía Honda
que quedaba a unos 20
kilómetros y quiso el azar que al regreso con el médico
casi de noche, Juana había traído al mundo a María del Jesús (Lula) y ambas estaban
fuera de peligro.
Del bajareque que habitaban también tienen que irse por las
malas, el dueño decide dedicar esas tierras a pastoreo y la familia de Ramón
estorbaba. Era una época en Cuba en que un perro podía valer más que una
persona.
Esta vez se mudan para el pueblo de Las Posas, alquilan una
modesta casita y al mismo tiempo comienzan a desmontar para sembrar un
terrenito en la Finca
“Prado” y cuando lo tenían limpio y sembrado, aparece un teniente de la guardia
rural de apellido Rodríguez diciendo que ese terreno le pertenecía y que ellos
estaban allí de intrusos y debían irse para evitar males mayores.
Ramón no se rinde, sigue luchando por su familia, trabajando
como esclavo, entregando su vida hasta el último de sus días que llegó cuando aún no tenía los 50 años de edad, según parece fue
de algo respiratorio, pudo ser una neumonía quien sabe, nunca lo vio un médico, murió en el pueblito
de las Posas en los brazos de mi viejo porque Ramón fue el abuelo que nunca
conocí.
Conservo una de las campanas de bronce que usaba con sus bueyes, me gusta hacerla sonar a las 12
de la noche de cada 24 y 31 de diciembre; conservo también el título, la
propiedad de su marca al hierro para ponerle a sus reses, su ganado cuando lo tuvo alguna vez.
Cuando vi estas fotos que elegí para identificar este blog, obras
del talentoso fotógrafo pinareño Albert González Roges, esas (porque en realidad son dos) de la carreta y
los bueyes con fondo de ocaso o el amanecer, no pude pensar otra cosa que en el
viejo Ramón y las historias que mi padre me contaba con los ojos brillosos y la
voz ronca; me imaginé también los tantos nudos del camino, los que hizo y deshizo cada día de su vida.
Como les dije al principio Ramón no fue un “war heroe” pero si
un gran guajiro, él no hizo descubrimiento sobresaliente en ninguno de los
campos de la ciencia pero mucho campo que desandó por este mundo doblando el
lomo de sol a sol. La historia de Ramón ni siquiera es diferente a la de muchos
pero me atreví a contarla corriendo el riesgo de que descubran seguramente que
no hay relevancia alguna más allá del
entorno familiar.
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